Literatura Española e Hispanoamericana del siglo XX clase del miércoles 19/03/2014
Profesora: Concha González
[youtube http://youtu.be/bWIfNOcbzQA]EL AUTOR
JUAN JOSÉ MILLÁS (1946, Valencia)
Nació en Valencia en 1946, pero ha vivido en Madrid gran parte de su vida. Juan José Millás es una de las grandes firmas de la narrativa española actual. En 1975 publicó su primera novela Cerbero son las sombras. Entre sus éxitos, La soledad era esto (Premio Nadal, 1990), El desorden de tu nomare, Letra muerta, El orden alfabético, No mores debajo de la cama, Dos mujeres en Praga (Premio Primavera de Novela, 2002), Laura y Julio (2006) y El mundi (Premio Planeta 2007). Es columnist de El País y sus cuentos y novella han sido traducidos a más de 20 idiomas. En sus historias indaga en los recovecos más oscuros de la conciencia de los personajes que pasan de la rutina y la cotidianeidad de la vida a situaciones fantásticas con la mayor naturalidad. Preciso y critico como periodista y fabulador deslumbrante en su profonda vocación literaria, Millás es uno de los imprescindibile contemporáneos, un autor que de la forma más simple nos muestra la complejidad del alma humana.
1. «El infierno» en EL PAÍS, 29-9-1995
Estábamos enterrando a un amigo cuando un teléfono móvil interrumpió la grave ceremonia. Tras un breve intercambio de miradas reprobatorias, comprendimos que el ruido procedía del cadáver, cuyo féretro había sido abierto para que el finado recibiera el último adiós. La viuda, después de unos segundos de suspensión, se inclinó sobre el muerto y le sacó el teléfono de uno de los bolsillos de la chaqueta. «Diga», pronunció dolorosamente. No sabemos qué escuchó al otro lado, pero la vimos palidecer; enseguida gritó: «Fernando falleció ayer y usted es una zorra que ha destruido nuestro hogar». Dicho esto, interrumpió la comunicación y devolvió el artefacto a su lugar. Al abandonar el cementerio supe por alguien de la familia que había sido deseo del propio Fernando ser enterrado con su móvil, lo que, constituyendo una excentricidad perfectamente afín a su carácter, me devolvía la imagen menos grata y oscura de quien sin duda había sido una de las referencias más importantes de mi vida. Como es costumbre, me dirigí en compañia de los íntimos a casa de la viuda para darle consuelo. Ella nos ofreció un café que estábamos saboreando mientras hablábamos de cosas intrascendentes, cuando sonó el teléfono. Tras unos instantes de terror, los presentes alcanzamos un acuerdo tácito: nadie había oído nada, ningún sonido de ultratumba se había colado en aquella reunión de amigos. Después de diez o doce llamadas, el aparato enmudeció y la propia viuda se levantó a descolgarlo. «No estoy para pésames», dijo.
Aquella noche, a la hora en la que los insomnes suelen descabezar un sueño, me levanté, fui al teléfono y marqué el número del móvil de Fernando. Lo cogieron al primer pitido, pero colgué antes de escuchar ninguna voz. Sólo quería comprobar que el infierno existía.
2. «La llamada» de Cuentos a la intemperie (Madrid, Acento, 1997)
El tipo que desayunaba a mi lado, en el bar, olvidó un teléfono móvil debajo de la barra. Corrí tras él, pero cuando alcancé la calle había desaparecido. Di un par de vueltas con el aparato en la mano por los alrededores y finalmente lo guardé en el bolsillo y me metí en el autobús. A la altura de la calle Cartagena comenzó a sonar. por mi gusto no habría descolgado, pero la gente me miraba, así que lo saqué con naturalidad y atendí la llamada. Una voz de mujer, al otro lado, preguntó: «¿Dónde estás?». «En el autobús», dije. «¿En el autobús? ¿Y qué haces en el autobús?». «Voy a la oficina». La mujer se echó a llorar, como si le hubiera dicho algo horrible y colgó.
Guardé el aparato en el bolsillo de la chaqueta y perdí la mirada en el vacío. A la altura de María de Molina con Velázquez volvió a sonar. Era de nuevo la mujer. Aún lloraba. «Seguirás en el autobús, ¿no?», dijo con voz incrédula. «Sí», respondí. Imaginé que hablaba desde una cama con las sábanas negras, de seda, y que ella vestía un camisón blanco, con encajes. Al enjugarse las lágrimas se le deslizó el tirante del hombro derecho, y yo me excité mucho sin que nadie se diera cuenta. Una mujer tosió a mi lado. «¿Con quién estás?», preguntó angustiada. «Con nadie», dije. «¿Y esa tos?». «Es de una pasajera del autobús». Tras unos segundos añadió con voz firma: «Me voy a suicidar; si no me das alguna esperanza me mato ahora mismo». Miré a mi alrededor; todo el mundo estaba pendiente de mí, así que no sabía qué hacer. «Te quiero», dije, y colgué.
Dos calles más allá sonó otra vez: «¿Eres tú el imbécil que anda jugando con mi móvil?», preguntó una voz masculina. «Sí», dije tragando saliva. «¿Me lo vas a devolver?» «No», respondí. Al poco lo dejaron sin línea, pero yo lo llevo siempre en el bolsillo por si ella volviera a telefonear.
3a. «El orden alfabético» Madrid Alfaguara, 1998
En casa había una enciclopedia de la que mi padre hablaba como de un país remoto, por cuyas páginas te po- días perder igual que por entre las calles de una ciudad desconocida. Tenía más de cien tomos que ocupaban una pared entera del salón. Era imposible no verla, ni tocarla. Yo mismo, por aburrimiento, abría a veces uno de aquellos libros desmesurados, de tapas negras, y leía lo primero que me salía al paso con la esperanza de encontrar un callejón oscuro, pero sólo veía palabras pequeñas que desfilaban por la página con la monotonía de una hilera de hormigas infinita. Mi padre estaba obsesionado con la enciclopedia y con el inglés. Cuando decía que iba a estudiar inglés, era que en casa estaba a punto de suceder una catástrofe que no tenía nada que ver con los idiomas.
En aquella época yo tenía un talismán que me ayudaba a conseguir cosas; se trataba de un zapato minúsculo, de piel, que pertenecía a un hermano mío que no llegó a nacer: un aborto. Cuando el embarazo se malogró, mis padres se deshicieron de las ropas que habían com- prado anticipadamente para él, pero yo conseguí rescatar aquel zapato que tenía el tamaño de un dedal. Un día papá me lo quitó muy irritado y lo arrojó a la basura.
—Ya no tienes edad —dijo— de creer en talismanes.
—¿Y por qué tú sí puedes creer en el inglés?
No me respondió, pero cambió de expresión, como si le hubiese descubierto un secreto indeseable. A mí, como venganza, me dejaron de interesar por completo los volúmenes oscuros de la enciclopedia, y entonces él aseguró que el día menos pensado, si persistía en no leer, los libros saldrían volando de casa, como pájaros, y nos que- daríamos todos sin palabras. Algunas noches, al meterme en la cama, intentaba imaginar un mundo sin palabras; su- ponía que habíamos comenzado a perderlas por orden alfabético y que de la A sólo nos quedaban de asesino en adelante, así que no teníamos aire ni abejas ni abogados ni abreviaturas ni aceros ni acicates ni ancianos. Los acicates me daban lo mismo, porque no sabía lo que eran; lo malo es que también habíamos perdido el alumbrado, las algas y los Alpes, además de Argentina y América. Una catástrofe natural, en fin, cuyo responsable era yo.
Si me dormía con estas imágenes, despertaba al poco huyendo de la pesadilla de haberme quedado mudo, que en el sueño constituía la forma más perturbadora de estar ciego. Así que empecé a vigilar la enciclopedia y el res- to de los libros de la casa como si fueran enemigos. Y ellos, desde su opacidad, me acechaban también con algo de rencor, culpándome por anticipado de aquel desastre ecológico comparable al de la desaparición de variedades zoológicas. De manera que, cuando oía hablar de especies en extinción, ya no pensaba en los lagartos, ni en los búfalos, sino en las palabras. Escogía una cualquiera, escalera, por ejemplo, y comenzaba a darle vueltas a la posibilidad de que desapareciera. Repasaba mentalmente los lugares a los que no podría subir, ni de los que podría bajar el resto de mi vida, y comenzaba a sudar y a ponerme pálido de miedo.
Mi madre, después de preguntar mil veces qué me ocurría sin que yo consiguiera inventar nada razonable, acabó llevándome a un médico que me examinó de arriba abajo sin encontrar justificación a aquellos repentinos estados de malestar, por lo que me recetó unas vitaminas, ignorando que esa palabra, vitamina, tenía los días contados y que era ya más difícil de encontrar que la hormiga roja del Pirineo.
3b. «El orden alfabético» Madrid Alfaguara, 1998 páginas 77-78
Lo peor de todo no llegó hasta que empezamos a perder las letras. Aquel día yo había decidido decirle a Laura que la quería. No me gustaba la manera de confesárselo de esa manera convencional, pero una vez tomada la decisión estaba tan nervioso que era incapaz de pensar una fórmula alternativa. Por otra parte, al haber comenzado a ser un bien escaso, las palabras tenían más significado que antes, así que te quiero estaba bien en líneas generales.
Me deslicé, pues, como un escarabajo solitario por las calles sin nombre, en busca de su barrio, y cuando estuvimos juntos, la abracé contra una pared, le conté las pestañas del párpado superior derecho (todos los días le contaba las pestañas y memorizaba las que tenía en cada párpado para reconstruir sus ojos por mi cuenta si algún día perdíamos la palabra pestaña), se las conté, en fin, y después le dije entre dos besos:
—Te quieo Laua.
Asombrado por la pérdida repentina de la R, repetí la frase con idénticos resultados:
—Te quieo Laua.
— ¿Te pasa algo? —Preguntó.
—No consigo ponencia esa leta que está ente la E y la O de te quieo o entre la U y la A de Laua.
Laura se rió y apartándome un poco con las manos dijo:
—Déjate de bomas.
En ese instante comprendimos que se nos acababa de caer la R del abecedario y nos dio miedo que continuar hablando porque nos sentíamos ridículos cada vez que tropezábamos con una palabra que tenía esa letra.
4a. «Mujeres grandes» Los objetos nos llaman, Barcelona, Seix Barral, 2008
A mi madre le gustaban las historias de hombrecillos que cabían en la palma de la mano. Todos los años, cuando comenzaba el invierno y sacaba los abrigos del fondo del armario, nos decía: «Mirad bien en los bolsillos, no vaya a haber hombrecillos y les hagáis daño al meter las manos.»
Si nos veía entrar en una habitación a oscuras, nos pedía que lleváramos cuidado para no pisarlos, y por las mañanas, antes de ponernos los zapatos, teníamos que comprobar que no se había colado ninguno en su interior. Una vez me regalaron un gato, pero mamá me convenció de que lo devolviera, no porque a ella no le gustaran los gatos, sino por el peligro que podía constituir para los hombrecillos. Nunca vi a ninguno, pero vivía obsesionado con ellos y durante el desayuno solía dejarles, en un travesaño que había debajo de la mesa del comedor, un par de galletas que a la hora de la cena habían desaparecido. Quizá mi madre las retiraba en secreto. Tal vez se las comía ella misma para alimentar a los hombrecillos que llevaba dentro de su cabeza.
Hay una rama de la literatura que se ocupa de los hombrecillos. Son gente cuya única particularidad es la de caber en un dedal. Yo tuve muchas fantasías con ellos, sin duda influido por la obsesión de mi madre y por la lectura de Gulliver. Como fui un niño solitario, los hombrecillos imaginarios llenaron el vacío de las relaciones personales. A veces, cuando abría un cajón, intentaba sorprender a uno de estos hombrecillos escondiéndose detrás de un carrete de hilo. En el cuarto de baño, jamás quitaba el tapón del lavabo antes de comprobar que no había hombrecillos flotando en el agua.
Creo que no tenían ningún rasgo de carácter en particular. No eran buenos ni malos, ni locos ni cuerdos, ni ignorantes ni sabios. Conocemos las cualidades morales de las hadas, y de las brujas, pero los hombrecillos de mi madre carecían de un estatus moral. Simplemente, eran hombrecillos. Esto, que de mayor me produce alguna perplejidad, de pequeño me parecía normal. Si habías conseguido ser un hombrecillo, no necesitabas ser otras cosas. Sólo los hombres necesitan ser ingenieros o periodistas o abogados.
Muchas veces me pregunté por qué estos seres carecían de una réplica femenina, pues mi madre siempre hablaba de hombrecillos, jamás de mujercillas. Yo los imaginaba con sombrero de fieltro y corbata. Eran en general muy fumadores y parecían gozar de una buena posición económica. Un día le pregunté a mamá por qué no estaban casados con señoras del mismo tamaño y levantó los hombros como si no tuviera explicación. Pero luego no pudo resistirse y añadió con expresión de orgullo: «Es que están enamorados de las mujeres grandes.»
4b. «Es grave, doctor?» Los objetos nos llaman, Barcelona, Seix Barral, 2008
De joven, compartí piso con una chica que lo primero que me dijo fue que le reventaba fregar los cacharros, de manera que me tocó a mí. Al principio me parecía un engorro, creo que porque me empeñaba en terminar en seguida, pero luego le cogí gusto y limpiaba en una hora el mismo número de platos que cualquier persona normal habría liquidado en media. Lo que me gustaba de aquella actividad era que me ponía intelectualmente en marcha. A los diez minutos de estar sacándole brillo a una cacerola de aluminio, las neuronas trababan amistad entre sí y resolvía problemas que en la mesa de trabajo me habrían llevado días. Fregar me ayudaba a entrar en un raro estado de concentración del que obtenía beneficios increíbles. Sin embargo, a mi compañera le sentaba fatal verme disfrutar de ese modo y comenzó a pensar que compartía piso con un depravado.
—¿Pero tú por qué no protestas cuando te toca fregar?
—Porque me gusta.
—No gastes bromas. Cómo te va a gustar.
—Es cierto. El correr del agua y el ver cómo se marcha la porquería de las sartenes por el sumidero me hunde en una especie de éxtasis que me ayuda a reflexionar sobre la existencia.
Al principio pensó que le tomaba el pelo, y luego que era un pervertido. Cuando teníamos invitados y me veía levantarme después de comer para recoger la cocina, la oía murmurar cosas sobre mí. Una vez llevó a su madre, quien tras observarme de arriba abajo me preguntó si era yo ese al que le gustaba fregar.
—Soy uno de ellos —respondí sintiéndome miembro de una secta secreta de fregadores repartidos por el mundo.
Al día siguiente la chica abandonó el piso sin despedirse y tuve que poner un anuncio en los tablones de la Facultad, pues no podía hacer frente yo solo al alquiler. Siempre he preferido vivir con mujeres que con hombres, por lo que solicité una compañera. Vino una estudiante de medicina que lo que no podía soportar de ningún modo era tender la ropa. Yo nunca me había ocupado de eso, pero a las pocas semanas empezó a gustarme y estaba deseando encontrar algo mojado para colgarlo de las cuerdas. Bien es cierto que teníamos un patio interior muy sugerente, y que a mí me apasionaba imaginar las vidas que discurrían al otro lado de las ventanas que se veían desde la nuestra. Al poco, me pasaba la vida tendiendo y mi compañera empezó a sospechar que había ido a caer con un mirón o un psicópata, así que se fue y tuve que poner otro anuncio gracias al que aprendí a cocinar, y así de forma sucesiva.
Evidentemente, tengo una rara capacidad para que acabe gustándome lo que he de hacer por obligación. Ello me ha creado fama de bicho raro entre mis conocidos. También eso me encanta, y lo cultivo, lo mismo que tender la ropa o fregar cacharros. ¿Es grave, doctor?
4c. «Cada individuo es un universo» Los objetos nos llaman, Barcelona, Seix Barral, 2008
Cuando el taxista creyó haber alcanzado el grado de confianza de crucero, afirmó que cada familia era un mundo, para añadir casi sin transición:
– Mis suegros, por ejemplo, me toleran, pero no me aceptan.
– Pues los míos me aceptan, pero no me toleran – respondí yo para confundirle un poco. Detesto este tipo de conversaciones.
El hombre se hundió en un silencio rencoroso y en el primer semáforo se bajó del coche para cambiar la bombona. Por la radio, un individuo afirmaba que la mayoría de los accidentes mortales que se producían en el interior de los automóviles, cuando iban muy llenos, se debía a que las cabezas de los pasajeros chocaban entre sí, abriéndose como sandías. Un enfermo. El taxista volvió al coche tras realizar la operación en el maletero y afirmó:
– Eso que dice usted no puede ser. Si le aceptan, ¿cómo no van a tolerarle?
– Del mismo modo que yo acepto la existencia de la penicilina, aunque no la tolero, porque soy alérgico a los antibióticos. Mis suegros son alérgicos a los yernos. Tienen tres más y aceptan a todos, pero no toleran a ninguno. Personalmente, preferiría tolerar la penicilina, aunque no la aceptara. Solamente me puedo tratar las infecciones con sulfamidas, que me dejan hecho polvo.
Comprendí que acababa de romperle al hombre una frase que quizá había repetido a todos los pasajeros que caían en sus manos. Fue una crueldad, pero la vida es dura y el pez grande se come al chico, etcétera. Llegamos al Vips de Velázquez y le pedí una factura, para hacer gasto: así aprendería a dar conversación a los clientes. Por la boca muere el pez. Asco de peces.
A los pocos días tomé un taxi en la plaza de Cataluña. Cuando empezaba a hundirme en mis cavilaciones el conductor decidió darme conversación.
– Cada familia es un mundo – dijo.
– Claro – respondí yo sin dejar de pensar en mis cosas.
– La familia de mi mujer me acepta, pero no me tolera.
– Pues la de la mía me tolera, pero no me acepta – dije mecánicamente, por llevar la contraria.
Entonces el coche se echó a un lado, sentí un frenazo brusco y el taxista se volvió hacia a mí con expresión de triunfo. Era el mismo al que sus suegros toleraban sin aceptar.
– Le cacé – dijo -, es usted un demagogo. Siempre dice lo contrario de lo que oye por afán de discutir.
– Eso no es un verdadero demagogo – respondí – el verdadero demagogo es el que dice lo contrario de lo que piensa para engrasar las neuronas.
– Pues el otro día me dijo usted una cosa y hoy me ha dicho la contraria. O mintió entonces o ha mentido ahora.
– No tengo suegros, eso es lo que pasa. Soy soltero y lo mismo me da que acepten sin tolerarme o que me toleren sin aceptarme.
En esto llegamos a mi casa.
– ¿Vive usted aquí? – preguntó.
– Sí – dije.
– Una casa muy grande para un soltero.
No respondí a esa impertinencia, pero volví a pedirle una factura que tiré al suelo delante de sus narices, apenas me bajé del coche.
A los pocos días salía de casa con mi mujer y dio la casualidad de que en la puerta mismo había un taxi, que cogimos sin dudar, pues teníamos prisa. Al poco, escuché una voz que conocí enseguida.
– Cada familia es un mundo – dijo.
– Y cada individuo es un universo – añadió mi mujer, entrando al trapo a cien por hora.
– Mis suegros me toleran, pero no me aceptan – añadió el taxista, amenazándome con la mirada a través del retrovisor, para que no hablara.
– Con el tiempo acabarán aceptándole también – aseguró mi mujer, y se enredaron en una de esas conversaciones detestables sobre simpatías y antipatías familiares. Cuando llegamos a nuestro destino, me preguntó si quería factura y tuve que decirle que no, claro, para no dar explicaciones a mi esposa. Ahora llevo varios días buscándole por todas las paradas, para vengarme, pero parece que se lo ha tragado la tierra.
Mi padre era esperantista, de modo que, pasé gran parte de mi infancia escuchando la apología de ese idioma mítico, decía que, cuando se impusiera sobre los demás, permitiría a cualquier persona, en cualquier parte del mundo, preguntar dónde se encontraba el cuarto de baño, y ser entendido por el receptor. «Tú entrarás en un bar de Australia», me decía mi padre, con un entusiasmo loco: «Preguntarás por el servicio en esperanto y te responderán, también en esperanto y te responderán que al fondo a la izquierda».
El servicio, en los bares españoles, siempre están «al fondo a la derecha» pero mi padre creía que del mismo modo que en el hemisferio sur el agua gira alrededor del sumidero del lavabo en el sentido contrario que en las agujas de un reloj, el cuarto de baño debería estar en ese hemisferio, en el lado opuesto que estaba entre nosotros.
Le enloquecían los cambios que se producían en las relaciones espirituales. Nunca entendió por cierto por qué, si en el espejo aparecía en la derecha lo que en la imagen real se encuentra en la izquierda, no vemos una cabeza donde debían aparecer los pies. Mi padre se murió sin resolver este enigma y sin saber que el esperanto había triunfado aunque se llamaba inglés.
En efecto, el inglés, en lo que se expresa el 90 % de la población mundial que lo habla, es un idioma de aeropuerto que sirve para averiguar dónde está el retrete o poco más. Podríamos decir que se trata de un inglés escatológico, pero es que también que el esperanto que yo conocí era un idioma escatológico no sólo por la utilidad principal que le atribuía mi padre, sino porque más que anunciar el principio de una nueva cultura amenazaba con la muerte de todas. Me explico; si ustedes han leído la Biblia, sabrán que el relato de La Torre de Babel apenas ocupa diez o quince líneas en el Antiguo Testamento. Resulta increíble, que una fábula de ese tamaño, y con una trama muy sencilla haya atravesado los siglos llegando al día de hoy tan fresca como cuando se escribió. Sobre esa fábula se han escrito miles de páginas, pues ha sido un motivo de inspiración para filósofos y ensayistas aunque también para pintores y músicos. Cualquier escritor sensato daría la mano izquierda por alumbrar un cuento con esa capacidad para sobrevivir y para crecer a lo largo del tiempo, ¿dónde está su secreto?, ¿de dónde procede su vigencia inagotable?, ¿cuál es la carga simbólica que lo mantiene vivo?
Personalmente creo que la juventud perenne de ese relato se debe a que resume de manera admirable un momento inaugural de la historia de los seres humanos, pues, cuando Dios confundió las lenguas de los habitantes de Babel obligándolos a organizarse en grupos lingüísticos para que tomaran diferentes direcciones; comenzó desde mi punto de vista, la cultura.
En otras palabras, la cultura se inaugura al mismo tiempo que las diferencias. Podríamos decir que hasta ese instante la humanidad vivía en una situación indiferenciada, que es la que caracteriza al incesto de los habitantes de Babel que hablaban un idioma único. El esperanto de la época que los mantenía patológicamente unidos e indiferenciados. Así como el bebé permanece unido e indiferenciado al cuerpo de la madre, sin saber dónde termina él y dónde comienza ella, ignorante de que el bien y la realidad viste una frontera, para crecer, para ser alguien, para conquistar una subjetividad en el mundo hay que separarse de la madre desgajarse de ella literalmente, como las lenguas románicas se desgajaron en su día del latín para surgir: el castellano, el francés, el gallego, el catalán, el portugués y todas sus secuelas culturales. De ser correcta esta interpretación, el relato de la torre de Babel haría coincidir el nacimiento de la cultura, además, con el reconocimiento de otro, con la consideración del incesto como tabú. Ese tabú es uno de los pilares fundamentales de nuestra cultura quizá porque el incesto en tanto en cuanto significa un regreso al origen; a la indiferencialización, al apegotonamiento original, simboliza también la muerte.
Mi padre, que era un hombre ingenuo, se quedaría espantado si escuchara esta interpretación, según la cual, su deseo de que se impusiera el esperanto, ocultaba el de meterse a la cama con mi abuela, pero, la verdad, las temporadas en las que mi abuela se venía a vivir a casa, la llamaba para desesperación de mi madre, como si fuera su novia. Por cierto que entre ellos y no por casualidad, hablaban en esperanto; no sabían inglés.
Quiero decir con esto, que la vigencia del inglés en los términos en los que se está produciendo, que va más allá de lo que históricamente se ha entendido como una lengua franca significa una vuelta atrás desde luego que sí, claro que el inglés no tiene la culpa, le podría haber tocado a cualquier otro idioma, incluso al esperanto, pero le ha tocado al inglés, por eso hablamos de él.
No vean motivo alguno en esta declaración, precisamente, por los mismo días que me invitaron a asistir a este congreso, y mientras intentaba descifrar, supongo que como mis compañeros de mesa, el significado del título de la mesa «El significado del mundo textual en el mundo hispánico, transversalidad y contrastes», tropecé en el periódico con una noticia según la cual 60% de los idiomas del mundo estaba en trance de desaparecer. Así lo ha firmado un grupo de lingüistas reunidos en Leipzig (Alemania), aunque hay estadísticas que elevan esa cifra hasta el 95 % ¡Dios mío! Me dicen, todo está en trance de extinción.
No hacía mucho, había leído también que cada 20 minutos desaparecía una especie animal y empeoraba la calidad del esperma de las que van quedando. Del 40% de los idiomas que no corren, de momento, ningún peligro, el principal en nuestro ámbito es el inglés, que en la mayoría de las personas habla de un modo aproximado y no para preguntarse precisamente quiénes son, a dónde van, o de dónde vienen, que es para lo que lo utilizaba Shakespeare. Hay gente que se las arregla con un vocabulario de 70 u 80 palabras. Lo que para el pensamiento es tan peligroso como para la biología, que nos manejemos con un esperma que no contenga más de 70 u 80 espermatozoides, con esa cantidad de palabras y de espermatozoos no vamos a ningún sitio. Pronto empezarán a salir los niños incompletos y las oraciones transitivas sin complemento directo. Un día iremos a echar mano de los brazos y resulta que no tenemos brazos porque el líquido seminal no daba para tantas extremidades e iremos a nombrar un árbol y no seremos capaces porque la palabra que lo designaba se habrá caído del vocabulario.
No produce todo esto una impresión de que nos encontramos inmersos en un proceso de implosión, de encogimiento, de regreso a los orígenes, a la muerte. Acaso no vivimos en sociedades muy incestuosas, en el sentido al menos que son muy intolerantes con lo que no deberían serlo, y, muy prohibitivas en asuntos que carecen de importancia, ¿no queda esto perfectamente metaforizado en el regreso a un idioma global que apenas sirve para averiguar la hora?
La naturaleza tiende al pluricultivo, si uno deja un jardín abandonado a su suerte. En poco tiempo aparece sobre su tierra infinidad de matas y de hierbas que conviven con unas junto a las otras sin ningún problema, la naturaleza lo hace así porque de ese modo si hubiera una epidemia que afectara a una especie que es lo habitual, solo moriría esa especie la que llamamos malas hierbas, por una suerte de deformación pedagógica no son sino pura diversidad, pura biodiversidad, como decimos ahora en el monocultivo, que se trata de un invento específicamente humano. Cuando hay una epidemia, todo el terreno queda baldío. El monocultivo en el mundo vegetal ha sido bueno para la alimentación, pero el monocultivo en lo que a lenguas se refiere es un desastre. Da lugar a ese fenómeno que llamamos pensamiento único y que ni siquiera es pensamiento. La globalización entendida como homogenización es la muerte.
Mientras preparaba estas líneas tropecé con otra noticia, según la cual los bancos de esperma, cada vez más solicitados, sólo reciben peticiones de materiales genéticos cuyos donantes tuvieran: los ojos azules, 1,80 de estatura y pelo rubio.
La globalización también en cuanto a lo de genética se refiere, se está traduciendo en una forma de estandarización escalofriante. En unos años, si esta demanda se consolida, la humanidad podrá disfrutar no solo de un pensamiento único sino de una uniformidad física total al contemplar a otro. Creerás que estás mirándote en el espejo y te enamorarás de él, es decir de ti como Narciso que elevó la endogamia a los extremo por todos conocidos.
Pero a lo que íbamos, la lengua es un órgano de la emisión. Cuando voy al campo yo solo y dada mi ignorancia en asuntos relacionados con la naturaleza, apenas veo árboles, pero cuando voy con un amigo experto, además de árboles, veo acacias, chopos, pinos, fresnos, álamos, castañales y robles. La reducción del lenguaje, estrecha el campo de la visión y reduce la del pensamiento. Una sociedad que habla mal, que escribe mal no puede pensar bien, aunque tenga los ojos azules y mida 1,80. Digo esto porque además del triunfo inesperado del esperanto y de la pérdida diaria de alguna lengua uno tiene la impresión de que del mismo modo que cada vez hay menos clases de escarabajos cada vez se utilizan menos palabras en los idiomas que sobreviven a su extinción desoladora. Cada palabra que se cae del vocabulario, como cada lengua que se pierde, equivale a la perdida de una pieza dental, con esas piezas dentales que llamamos palabras, masticamos la realidad para digerirla y comprender los tractores que hace años quemaron impunemente la amazonía. No sólo acabaron con un ecosistema sino con multitud de lenguas a través de cuya óptica se comprendía la necesidad de mantener intacta esa reserva.
Quizás deberíamos comenzar a mostrar con las palabras, como con los idiomas, la misma preocupación que mostramos con las especies animales y vegetales. Hace falta la aparición de un activismo tan radical como sea posible en relación a la lengua y otras lenguas, especialmente, en un momento en que la globalización se está mostrando incompatible con el mantenimiento de la identidad lingüística.
Creo que no peco de ingenuo al pensar que este congreso de la lengua como los anteriores está cumpliendo esta funcione activista, y ustedes y nosotros hablamos una lengua común que, sin embargo, es diferente en cada sitio, esa diferencia que es parte de su enorme riqueza, no solo no se ha intentado suprimir como se viene alentando desde que yo tengo memoria, así lo demuestra las iniciativas de las distintas academias a las que ahora se ha sumado también el Instituto Cervantes. Escuchar mi lengua en Argentina, en México, en Colombia, en Chile, en Ecuador, en Perú, y comprobar que siempre es la misma pero siempre es diferente, me consuela de un monolitismo desesperanzador de esperanto.
Tal vez, me digo, todavía sea posible, el pensamiento, la diferencia la cultura, tal vez las generaciones futuras tengan que hacer frente con su lengua retos filosóficos mayores que el de averiguar dónde está el cuarto de baño.
Pido disculpas por no haber sabido interpretar la demanda que se me hizo con mi participación en esta mesa, pero espero haber rozado, al menos de manera indirecta, la preocupación central de este congreso.



